Dr Fèlix Martí Ibáñez, militant de la FAI i la CNT
"¡Hombres! He ahí lo que alumbrará este período de lucha. ¡Hombres libres y fuertes, amantes de la cultura, trabajadores de la paz, ¡pero implacables enemigos de todo lo que represente el fantasma del pasado! ¡Hombres! «Dadme cien hombres de esos y revolucionaríamos el mundo», podríamos decir, parodiando la frase heroica.
No sólo entre el proletariado manual deben recolectarse esas espigas humanas que en apretado haz formarán el oro purísimo de la mies revolucionaria. Urge que los intelectuales cesen de comer su pan junto a la lumbre cálida de su hogar y, abriendo de par en par los ventanales de su torre de marfil a los cuentos de lanza del sol revolucionario, se asomen a bañarse en el alba roja, que ya despunta en el horizonte.
No puede ni debe repetirse aquella «traición de los intelectuales» a que aludía Benda. Para siempre deben desterrarse los viejos recelos entre proletarios manuales e intelectuales. Ambos son equipos de trabajadores cuya piqueta destruye los mismos cimientos siniestros. Y si el proletariado manual ha sabido conquistar la Libertad, a los intelectuales corresponde no dejarla convertida en una aspiración vacía de sentido o en un lirismo retórico, sino llenarla de un profuso contenido de realizaciones.
Esa libertad ganada gracias a los hombres generosos que se dejaron ametrallar el pecho por las balas de una Revolución purificadora, no puede ser jamás falseada por los intelectuales. Los trabajadores de la inteligencia deben reparar los tristes designios de su herencia apocalíptica, deben borrar los recuerdos de aquellos años en que azuzaron los odios de clase con sus escritos, fomentaron el nacionalismo —germen del fascismo—, avivaron los rescoldos del rencor, las diferencias de Religión, de color, de patria, de ideología social, siendo con ello, con sus proclamas fratricidas los responsables de la guerra y de las luchas de clase.
¡No! Eso ha terminado para siempre. Los intelectuales tienen la imperiosa obligación de sumarse a la causa revolucionaria.
Se terminó ya aquella época vergonzosa en que el intelectual prostituía su ciencia o su arte al servicio de un capitalismo asesino.
Se acabó también el dañoso mito del Arte por el Arte, la Ciencia por la Ciencia. Esos son malabarismos intelectuales, una borrachera espiritual que no conduce a nada. ¡Saludemos a la Vida creadora, a la Humanidad que lucha y que sufre! Ella, la masa creadora de los humanos, es lo que llaman los hindúes nuestro Virat, nuestro Dios vivo, el Dios Supremo de la Humanidad, cuyo cuerpo es la clase trabajadora y cuya sangre, tan pródigamente derramada por la Revolución, tiene el color de la savia dorada de los Héroes.
¡En pie, trabajadores! ¡Os llama la Revolución! ¡No temáis los riesgos del camino, las zarzas del dolor, los arenales del sufrimiento, los abismos de la muerte, porque a través del sendero espinoso llegaréis a aureolaros en la luz purísima de las cumbres, donde el agua es nieve y el hombre se convierte en un abnegado servidor de la Revolución. Los hombres y los pueblos que triunfan son los que saben luchar, avanzar, tropezar, caer, empapar la tierra de sudor o de sangre, prosiguiendo fija la vista en el lucero mágico del Ideal.
La Revolución está despertando ya un rubio plantel de artistas nuevos. De entre los humeantes escombros surge un Arte juvenil y vivo. Poetas de la imagen, literatos sociales, intelectuales en germen despuntan de día en día. Sus manos firmes modelarán la estampa artística de la joven España revolucionaria. Días pasados, cuando las descargas de fusilería atronaban la calle, pude contemplar la colección de maravillosas pinturas que un artista revolucionario iba creando en las barricadas. Allí, en trazos que inmortalizarán al autor, se perfilaban plásticas efigies de la Revolución que chorreaban luz y rebosaban color: el guerrillero anarquista, plantado ante su trinchera, recio y moreno, como un descendiente de los bravos filibusteros, heraldo heroico de una nueva Era; la marcha triunfal de los milicianos rojos, fraternizando la estrella socialista, la hoz y el martillo comunista y el emblema stendhaliano —rojo y negro— de los libertarios. Allí, en aquellas estampas creía volver a oír aquel son de los pujantes himnos proletarios que parecían bronces de gesta tañendo el Ángelus de un alba roja que ya tiñe el cielo".
Dr. Fèlix Martí Ibáñez
MENSAJE REVOLUCIONARIO A LA ESPAÑA PROLETARIA
(«Estudios» n.º 156, septiembre de 1936, págs. 6-9)
¡Trabajadores! Días de lucha. Jornadas heroicas las que vivimos. En la calle se encontraron al fin en magna contienda las dos grandes fuerzas que siempre chocaron en el palenque de la Historia: la siniestra representación del capitalismo agonizante y el ariete de luz del proletariado triunfal.
Como otras muchas veces sucedió a lo largo del rosario uniforme de la Historia, el conato de insurrección fascista ha provocado un resultado inesperado. Bastó mover la palanca magna para desencadenar la roja avalancha revolucionaria.
¡Saludemos su augusta aparición! ¡La Revolución está en marcha! Y ha sonado en el reloj de la Historia la hora de manifestarse plásticamente las convicciones revolucionarias de cada uno. Desde nuestra trinchera, dirijamos un mensaje a todos los trabajadores, invitándolos a la acción heroica.
Puedo ser yo, desde mi insignificancia, quien lance el grito. No importa quién empuñe el clarín de llamada. Lo esencial es el clarinazo de alerta. Por otra parte, en las jornadas transcurridas he demostrado mi acción revolucionaria y pienso seguir haciéndolo en los inciertos días futuros, mientras aliente en mí un soplo vital.
Cuando pasen estas horas azarosas tendré ocasión de relatar mis andanzas y mis impresiones personales: la tarea construyendo hospitales proletarios, la asistencia de urgencia en las barricadas, la obra magna de la Universidad Popular que estamos edificando mientras aún suena la ametralladora, la ronda volante por las noches para llevar un mensaje sanitario, la impresión imborrable del atentado personal frustrado como se me ha verificado una noche pasada.
Hechos son éstos que preferiré narrar más adelante, si vivo todavía, y además de constituir mi credencial revolucionaria que demostrará cómo he sabido realizar en la vida lo que en el terreno de las ideas he predicado siempre, creo que serán de interés para exponer a mis amigos de España y Sudamérica la serie de mutaciones psicológicas y el arraigamiento en mi espíritu de nuevas ideas revolucionarias, brotadas bajo esta lluvia mágica de impresiones vibrantes, con las cuales la Revolución ha regado la tierra inquieta de mi espíritu.
En el instante actual, la minúscula actuación individual debe quedar borrada por la grandiosidad del esfuerzo colectivo. Somos diminutos ayudantes —por lo humanos— de la gigantesca empresa que por sí está realizando la Historia.
Situémonos de modo que no desentonemos en el escenario histórico que nos circunda. Actores de un drama inmortal, nuestro deber en este momento de tránsito hacia una vida nueva es despreciar el dolor, la muerte, el egoísmo, los lazos todos que nos ataban a una vida apacible y lanzarnos a la deriva por el mar de la Revolución. Asomaos todos, hermanos trabajadores, al fondo de la contienda, por debajo del humo de la pólvora y los carmesíes de la sangre, donde no arriba ni el eco del fusil, ni los alaridos del ametrallado, y allí atalayaréis una fuerza invencible que se llama idea revolucionaria y a cuyo empuje no hay dique capaz de oponerse. ¡Miraos en ese espejo de la Revolución, trabajadores intelectuales y manuales!
Contemplaréis una trágica estampa goyesca: aristócratas y plutócratas pisoteando a las clases obreras, legiones de niños hambrientos, millares de muchachas tuberculizadas que se mueren faltas de asistencia, carne de mina y de fábrica sobre la cual se clavan las mil agujetas del hambre y la miseria, hombres reducidos a la categoría de bestias... Una visión dantesca ante la cual debemos olvidarlo todo cuanto se refiere a nosotros mismos para correr a llevar a esas bocas sedientas de justicia un cuenco repleto de agua que satisfaga su sed. Esa agua mana de las fuentes históricas de la Revolución. ¡Llenemos allí nuestros odres y corramos hacia los sedientos a cumplir nuestra misión de samaritanos del ideal!
Recordad las palabras del místico indio, Swami Narendra Natt Dutt Vivekananda:
«¡Mientras haya un solo perro hambriento, alimentarlo será mi religión!».
¡Alzaos, trabajadores manuales e intelectuales; sincronizad vuestro corazón con las palpitaciones del mundo! ¡ Alzaos! ¡ En pie y despiertos de vuestro letargo! ¡ Desplegad el estandarte de ardientes colores de la Revolución y sumad a ella vuestro esfuerzo! ¡No os paréis en el camino!
¡Pararse es retroceder, y precisa llegar al fin a toda marcha! ¿Lo podremos contemplar nosotros? ¡Qué importa eso! Como el pájaro de Samoer, cantemos el alba. Aunque hayan de ser otros los que vean reflejarse en su frente los rayos de luz del sol revolucionario. ¡Sed hombres! El proletariado manual ha demostrado desde el 19 de julio que sabe llenar el perfil de su destino histórico de un profuso contenido de realizaciones. Ha acreditado que sabía situarse a la altura vertiginosa de sus designios y que era capaz de luchar y morir por la civilización nueva. Han comprendido que la vida es acción, que la Historia no es la que nos mueve, sino que somos nosotros los que hacemos Historia. Y en una gesta épica, que restará vibrante en las páginas del libro de la Humanidad, se han lanzado a escribir unas líneas más, mojando la pluma en su propia sangre.
Desgraciadamente, los intelectuales, salvo la honrosa pero exigua minoría sumada desde el primer momento a la Revolución, la han saboteado. Al llegar el instante de traducir en acciones las ideas, se ha producido un desdoblamiento asombroso, y así, en la calle, los que estábamos considerados por algunos revolucionarios de guardarropía, como los místicos de la Revolución, nos hemos dado cuenta de que muchos de aquéllos aguardaban tras los ventanales de su casa, o emboscados prudentemente en un Hospital —de los centros de refugio que con esa careta se han construido— a que la Revolución decantase su triunfo, para surgir entonces con jactancia de vencedores. Hemos sido, sobre todo, los intelectuales que no cacareábamos metralla ni escupíamos dinamita, como en tiempos de paz hacían muchos flamantes teorizantes revolucionarios, los que hemos sabido, al llegar al instante crítico, cumplir con nuestro deber. Por algo la Revolución ha sido siempre en la Historia el gran crisol donde se forjaron hombres y el filtro en que se depuraron conductas.
¡Hombres! He ahí lo que alumbrará este período de lucha. ¡Hombres libres y fuertes, amantes de la cultura, trabajadores de la paz, pero implacables enemigos de todo lo que represente el fantasma del pasado! ¡Hombres! «Dadme cien hombres de esos y revolucionaríamos el mundo», podríamos decir, parodiando la frase heroica.
No sólo entre el proletariado manual deben recolectarse esas espigas humanas que en apretado haz formarán el oro purísimo de la mies revolucionaria. Urge que los intelectuales cesen de comer su pan junto a la lumbre cálida de su hogar y, abriendo de par en par los ventanales de su torre de marfil a los cuentos de lanza del sol revolucionario, se asomen a bañarse en el alba roja, que ya despunta en el horizonte.
No puede ni debe repetirse aquella «traición de los intelectuales» a que aludía Benda. Para siempre deben desterrarse los viejos recelos entre proletarios manuales e intelectuales. Ambos son equipos de trabajadores cuya piqueta destruye los mismos cimientos siniestros. Y si el proletariado manual ha sabido conquistar la Libertad, a los intelectuales corresponde no dejarla convertida en una aspiración vacía de sentido o en un lirismo retórico, sino llenarla de un profuso contenido de realizaciones.
Esa libertad ganada gracias a los hombres generosos que se dejaron ametrallar el pecho por las balas de una Revolución purificadora, no puede ser jamás falseada por los intelectuales. Los trabajadores de la inteligencia deben reparar los tristes designios de su herencia apocalíptica, deben borrar los recuerdos de aquellos años en que azuzaron los odios de clase con sus escritos, fomentaron el nacionalismo —germen del fascismo—, avivaron los rescoldos del rencor, las diferencias de Religión, de color, de patria, de ideología social, siendo con ello, con sus proclamas fratricidas los responsables de la guerra y de las luchas de clase.
¡No! Eso ha terminado para siempre. Los intelectuales tienen la imperiosa obligación de sumarse a la causa revolucionaria.
Se terminó ya aquella época vergonzosa en que el intelectual prostituía su ciencia o su arte al servicio de un capitalismo asesino.
Se acabó también el dañoso mito del Arte por el Arte, la Ciencia por la Ciencia. Esos son malabarismos intelectuales, una borrachera espiritual que no conduce a nada. ¡Saludemos a la Vida creadora, a la Humanidad que lucha y que sufre! Ella, la masa creadora de los humanos, es lo que llaman los hindúes nuestro Virat, nuestro Dios vivo, el Dios Supremo de la Humanidad, cuyo cuerpo es la clase trabajadora y cuya sangre, tan pródigamente derramada por la Revolución, tiene el color de la savia dorada de los Héroes.
¡En pie, trabajadores! ¡Os llama la Revolución! ¡No temáis los riesgos del camino, las zarzas del dolor, los arenales del sufrimiento, los abismos de la muerte, porque a través del sendero espinoso llegaréis a aureolaros en la luz purísima de las cumbres, donde el agua es nieve y el hombre se convierte en un abnegado servidor de la Revolución. Los hombres y los pueblos que triunfan son los que saben luchar, avanzar, tropezar, caer, empapar la tierra de sudor o de sangre, prosiguiendo fija la vista en el lucero mágico del Ideal.
La Revolución está despertando ya un rubio plantel de artistas nuevos. De entre los humeantes escombros surge un Arte juvenil y vivo. Poetas de la imagen, literatos sociales, intelectuales en germen despuntan de día en día. Sus manos firmes modelarán la estampa artística de la joven España revolucionaria. Días pasados, cuando las descargas de fusilería atronaban la calle, pude contemplar la colección de maravillosas pinturas que un artista revolucionario iba creando en las barricadas. Allí, en trazos que inmortalizarán al autor, se perfilaban plásticas efigies de la Revolución que chorreaban luz y rebosaban color: el guerrillero anarquista, plantado ante su trinchera, recio y moreno, como un descendiente de los bravos filibusteros, heraldo heroico de una nueva Era; la marcha triunfal de los milicianos rojos, fraternizando la estrella socialista, la hoz y el martillo comunista y el emblema stendhaliano —rojo y negro— de los libertarios. Allí, en aquellas estampas creía volver a oír aquel son de los pujantes himnos proletarios que parecían bronces de gesta tañendo el Ángelus de un alba roja que ya tiñe el cielo.
Y luego era una muchachita de fina silueta y rubia melena alborotada empuñando el mauser, de pie, en la barricada, gentil capitana pirata en la proa de una nave social enfilada hacia el puerto supremo de la Libertad.
Medallones de bronce de la Revolución, efigies de un instante histórico que se plasma en el lienzo y el papel con imborrables caracteres. Cuando se contempla esta inmensa fuerza creadora que vibra en la Revolución; cuando en la lucha se ve a un proletario formando barricada con su pecho heroico para defender a un herido y al tiempo se mira con los ojos del espíritu a estos bravos guerrilleros, que en su mono azul albergan un Titán del Ideal; cuando se ve a muchachas, como esas magníficas milicianas que en el frente combaten poniendo todas las esencias de su feminidad al servicio de la causa, el triunfo de la Revolución se da por descontado.
Yo en estos días pasados he vivido momentos que me dejaban un grato regusto en el alma, cuando me he introducido en el Palacio antes clerical y hoy destinado a Universidad Popular y he visto allí a los audaces muchachos de las Juventudes Libertarias que hace días se batían en la calle, laborando silenciosa y anónimamente por crear la casa cultural del pueblo. Allí en aquella colmena repleta de infatigables abejillas bullía el rítmico zumbido de la Revolución humanista, que gota a gota destilan estos días inolvidables.
He vuelto del frente de batalla de Bujaraloz. ¡Qué huellas tan hondas ha grabado en mí esa estampa épica del frente, que jamás olvidaré! Bujaraloz. Puebluco estepario. Sol y fuego. Por las plazuelas pulula la columna Durruti. Mil doscientos milicianos vestidos con un ropaje abigarrado —desde el mono azul hasta el traje sintético del naturista—, pero latiendo en todos los pechos el mismo corazón abnegado y entusiasta. Ya referiré más adelante mis impresiones durante estas jornadas. Ahora, la imagen que de esas horas resta con más vigor en mí, fue aquella medianoche en Bujaraloz, cuando bajo una luna pálida y brillante y un cielo tachonado de estrellas arribó allá una caravana de autos repletos con más de cuatrocientos hombres fugados de Egea, que, al grito de «¡Viva la Libertad!», irrumpieron en nuestro cuartel general abrazando fraternalmente a los milicianos revolucionarios. Y mientras el abrazo proletario hermanaba a los guerrilleros de la Libertad, yo, contemplando a los realizadores de la gesta, veía alborear en el cielo de luna y en los rostros de bronce, el sol de oro y la marca de luz de la epopeya revolucionaria.
Quien haya vivido estas jornadas y sentido penetrar por todos sus poros el efluvio magnífico del vendaval revolucionario, se habrá sentido transportado a esas cimas heroicas en donde sopla el ozono embriagador de los grandes momentos históricos.
Mas, para ser héroe, hay que saber luchar y morir sin levantar la mano en demanda de tregua. Y ésa debe ser la consigna en estos momentos. Ser neutral es ser traidor a la Revolución. No caben ahora neutralidades pasivas ni indiferencias que pueden ser fatales. Aludo directamente con esto a los intelectuales españoles, que desgraciadamente, y contrastando con la heroica entrega a la causa del proletariado, se han situado en las filas de lucha, tan sólo en exigua minoría.
¡No, obreros del espíritu! ¡Rectificad vuestra postura y abiertamente optad por uno u otro campo! O martillo o yunque. La clase trabajadora ya eligió el primer papel, y vosotros debéis permanecer a su lado, iluminando con vuestras luces el camino que abren entre las minas los equipos magníficos de trabajadores manuales.
Yo, desde aquí, con la piel del alma chamuscada por el fuego sublime de estas jornadas, llamo a todos los intelectuales.
Me alzo sobre mi romanticismo idealista, lanzando un «¡Viva la Revolución!», que no me cabe en el pecho. Encontré estos días mi camino de Damasco. Como los místicos hindúes en su iluminación, bajo los fulgores de plata de la luna de Bengala, caían en éxtasis y, por fin, comprendían que habían hallado el Dios vivo, al Dios de los hombres vivos, superior al Dios abstracto y fantástico de los mitos. «Yo he visto, yo sé..., yo siento a ese Dios, que son los humildes», dijo Ramakrishna a tal respecto.
También yo, en estos días, he visto, y sabido, y sentido el espíritu creador de la Revolución, he percibido tenderse entre los hombres libres una red sutil de esos filamentos invisibles, pero de poderosa fuerza cohesiva, que se llaman solidaridad, fraternidad y hermandad humanas, excelsos frutos espirituales de la Revolución.
Sí; la violencia que nos repugna como acción individual se ha puesto en esta ocasión al servicio de la Historia, y ha sido la levadura que ha hecho germinar en la masa de la conciencia colectiva el fermento de una nueva Era.
¡Trabajadores del puño y de la frente, mujeres españolas: Ante nosotros, la Revolución triunfante abre un cauce de esplendorosas perspectivas!
¡Nuestras manos inquietas que hoy defienden la Libertad, asumirán mañana la gloriosa faena de modelar a España, dando a la arcilla de sus instituciones la forma social que más responda a las exigencias históricas del momento! Llegó el instante de dar al olvido las viejas y mezquinas diferencias entre los hombres amantes de la Libertad, para emprender, hombro contra hombro, la tarea de edificar una vigorosa arquitectura revolucionaria! ¡ No olvidéis, obreros de la mano y del espíritu, mujeres nuevas: Resuenan golpes vigorosos en el subsuelo histórico de nuestra nación! Es el burbujear de la nueva sociedad que hierve en los crisoles de la vieja raza. ¡Avanzad todos! ¡ En marcha! ¡ Hacen falta hombres y mujeres henchidos de ansia creadora, que sean los constructores de la Unidad! ¡La Revolución está en marcha y no debe detenerse jamás! Con nuestro esfuerzo, nuestro sudor, nuestra sangre, hemos de empujarla incesantemente. La voz inmortal de los caídos en la lucha es nuestro estímulo y nuestro fiscal. La sangre derramada debe regar las flores de una España revolucionaria.
¡Llegó la hora de construir! Cada hombre traza vigorosamente el surco espiritual ya dibujado por la psicología individual.
La Ciencia y el Arte galopan ya por nuevos derroteros. ¿Contemplaremos todos el final de la lucha, el éxito definitivo? No importa quiénes lo vean. ¡Sirvamos a la Revolución! La vida es un combate. La vida es fuerza. Sobre todo si se juega a la carta del Ideal.
Sepamos ser dignos autores en la gesta de la Revolución, que soplará eternamente en la trompa augusta de la Historia. Aunque no veamos el final de nuestra obra no nos importe. Sigamos el consejo de Romain Rolland: «Como la alondra de las Galias cantemos el alba.» Aunque nos esté vedado bañarnos en su luz escarlata.
¡ Hermanos proletarios, mujeres españolas, obreros manuales y del intelecto! ¡ Todos en pie! ;Salvemos la Revolución! ¡El triunfo es de los que saben seguir su sendero impasibles a la tormenta! ¡Por el Ideal, por la gran victoria que nos permitirá construir la joven España roja, todos adelante!
¡En nombre de los caídos, porque su esfuerzo no se pierda, yo, voz anónima, pero plena de las resonancias heroicas del momento, os llamo a la lucha, a la acción abnegada por el Ideal! ¡Quien no sienta la Revolución que se aparte si no desea ser barrido! ¡Los demás, los amantes de la Humanidad, todos a la lucha! Y los que siempre anhelamos esta hora creadora, sigamos infatigables nuestra tarea de esparcir un mensaje de inquietud, de sembrar el ansia fecunda por la Libertad, que todo lo vence y que purificará a España en su llama inmarcesible.
¡Trabajadores del puño y de la frente, adelante! ¡La Revolución avanza! ¡Cabalgad todos sobre su torso potente hacia el horizonte ideal que se dibuja por encima de los caídos, con trazos de sangre, aureolado de luz, rebosante de esa excelsa inquietud que yo deseo sembrar a voleo en vuestros corazones con mi mensaje.
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