LA LIBERTAD NO BASTA
La libertad o lo que la filosofía ha denominado tradicionalmente libre albedrío constituye una de las condiciones fundamentales para toda vida humana digna de este nombre. Pero a pesar de ser un bien irrenunciable, la libertad no basta por sí sola para dar a nuestra trayectoria existencial su sentido más profundo, ya que, como otros atributos del hombre, puede ser utilizada para dañar a los demás y a nosotros mismos. De ahí que para evitar su uso indebido necesita estar basada en principios morales capaces de encauzarla por buen camino. Sin esta medida educacional, la libertad lleva potencialmente en su seno el riesgo de desnaturalizarse y conducir a toda clase de errores y modos inadecuados de ser, entre ellos la negación de la libertad de las personas con las que se convive. O como señalaba Herder en sus «Cartas para el fomento de la humanidad»: «No se puede hablar de derechos humanos sin hablar a la vez de deberes humanos».
Para la cultura griega clásica, el concepto de libertad, eleutheria, va unido intrínsecamente a la vida en común dentro de la ciudad-Estado, es, por antonomasia, un valor convivencial. Realmente libre no es quien obra de acuerdo con su exclusiva voluntad y no sigue más que su propia ley (idios nomos), sino quien convierte la ley común en ley propia. De ahí el nexo causal que Sócrates y Platón establecen entre libertad individual y virtud política. La esencia de la libertad es el bien. Una polis o comunidad que no esté regida por el bien no es libre.
El pensamiento moderno ha tendido a elaborar y difundir un concepto sobremanera ingenuo, simplista y romántico de la libertad. Su primer error ha consistido en sublimarla como un valor equiparable casi o enteramente a la felicidad. Esta visión idílica de la autodeterminación surgió como reacción a la estructura jerárquica y estamental de la Edad Media, pero la misma experiencia histórica de la Europa postmedieval demuestra con creces que la libertad es por sí sola insuficiente para construir un orden social y político capaz de permitir un desarrollo realmente autónomo de la persona y puede conducir a los más terribles conflictos civiles y bélicos. O como consignaba Fichte, nada sospechoso de ser un enemigo de la libertad: «Pues no es la naturaleza sino la misma libertad la que ocasiona los más terribles desórdenes en el género humano».
La libertad sólo adquiere el significado genuino que le corresponde si está nutrida de un ideal superior. Con ello no hacemos más que recordar lo que ha dicho siempre el pensamiento universal. Sin este fundamento ético, la libertad pierde automáticamente la raíz más profunda de su esencia para quedar encapsulada en los límites estrechos de la propia subjetividad. El anarquismo ha sido la doctrina que con más énfasis ha ensalzado el valor de la libertad, pero subrayando al mismo tiempo su dimensión intrínsecamente social y comunitaria. Así Proudhon en su obra «De la Justice dans la Révolution et dans l’Église»: «Yo afirmo, en tanto que ciudadano, la libertad; la quiero y la reivindico, pero ella sola no me basta. Yo pido además, en las relaciones económicas con mis semejantes, verdad, mutualidad y derechos». Y de manera parecida Bakunin en su «Dieu et l’État»: «Yo no soy verdaderamente libre más que cuando todos los demás seres humanos que me rodean, hombres y mujeres, sean igualmente libres, de manera que la libertad del otro, lejos de ser un límite o la negación de la mía, es su condición previa y su confirmación».
Por muy importante y positiva que en principio sea, la libertad es una realidad o situación simplemente óntica, no un valor moral o espiritual en sí. Para llegar a serlo necesita identificarse con un código ético y obrar de acuerdo con él, como nos enseña la pedagogía de Kant o el «Émile ou de l’éducation» de Rousseau, versiones modernas de la paideia griega. Si, por el contrario, la opción elegida es la afirmación absoluta del egoísmo o de la voluntad de poder —como en Nietzsche—, la libertad pierde su valor potencial para convertirse en un contravalor y en fuente de destrucción y discordia, como ocurre en la tan cacareada «sociedad permisiva» del capitalismo avanzado.
La libertad no es ni podrá ser nunca ilimitada ni estar exenta de condicionamientos y barreras tanto de orden objetivo como subjetivo. La famosa diferencia cualitativa e histórica que Marx establecía entre el reino de la libertad y de la necesidad no pasa de ser un producto ideológico en contradicción abierta con la naturaleza y la existencia humana en su conjunto. Lo mismo reza para la tesis hegeliana de que la historia universal «es el progreso de la conciencia de libertad» (Lecciones sobre la filosofía de la historia). Es posible que «el hombre está condenado a ser libre», como afirmaba Jean-Paul Sartre desde su radical subjetivismo en su obra «L’existencialisme est un humanisme», pero esta tesis quedaría muy incompleta si no se añadiera que, a la inversa, está condenado siempre, por motivos tanto morales como comunitarios, a restringir su libertad.
Una subjetividad que a la hora de afirmarse como libertad no acepte apriorísticamente la categoría de intersubjetividad está condenada a la negación del otro y a engendrar un modelo de convivencia basado en la ley de la selva y en el «todo está permitido» de Iván Karamazov. Rosa Luxemburg ponía el dedo en la llaga al escribir, en su confrontación con Lenin, que «la libertad es siempre la libertad de los que piensan de otra manera». Quien no comprenda este imperativo categórico de la convivencia interhumana, no será tampoco capaz de comprender lo que significa la cultura dialógica, que será siempre la fuente de la verdad y del bien. Una libertad consecuente consigo misma es, por ello, inseparable de la autorreflexión sobre su debido uso, presupone la disposición al examen de conciencia e incluye la humildad de reconocer los propios errores y de arrepentirse de ellos.
HELENO SAÑA
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