Jungle scene with plain wreck (J. Wateridge)
Nietzsche, Oswald Spengler, Nicolás Berdiaeff, Freud, Adorno, Horkheimer y demás profetas del nihilismo y la regresión ya no nos bastan para explicar el actual estado de las cosas. La realidad ha superado a la fantasía, el descenso histórico es más brutal y siniestro de lo que los críticos de la civilización moderna hubieran podido prever. No es la razón, o lo que los griegos llamaban phrónesis, lo que rige los destinos de la Humanidad sino más bien las leyes arbitrarias e imprevisibles de la ruleta. No es casual, en este contexto, que para definir ciertas manifestaciones del capitalismo neoliberal hoy en boga, se haya recurrido a la fórmula del "capitalismo de casino". A pesar de ser él mismo un ilustrado, Goya supo intuir como pocos, en pleno apogeo del Siglo de las Luces, que el sueño de la razón estaba destinado a producir monstruos.
De pronto ha descendido sobre el planeta una atmósfera shakespeariana de "suspense" y miedo. De ahí que la gente viva con el alma en vilo y, carente de auténticos guías espirituales, morales, políticos e intelectuales, consulte los horóscopos, dirija los ojos a las ciencias ocultas, ingrese en sectas religiosas, tome narcóticos y psicofármacos o huya de su frustración existencial vociferando histéricamente en los campos de fútbol y en los estadios deportivos, versión moderna del panem et circenses de la Roma de la decadencia. Kafka escribía en una de sus cartas a Milena: "Mi ser es miedo". Esta confesión del escritor checo-judío rebasa el marco de su biografía personal para un rasgo anímico que entretanto se ha convertido en uno de los fenómenos más frecuentes de la hora actual, aunque la gente prefiera -por pudor o fanfarronería- hablar de sus éxitos profesionales y sociales, del último coche que han comprado, de los resultados del fútbol, de su próximo viaje de vacaciones o de sus trofeos eróticos. Pero el testimonio de Kafka nos sirve también para entender nuestra situación a comienzos del tercer milenio: "Estoy simplemente enfermo, y mi tuberculosis no es más que una exteriorización de mi enfermedad espiritual". No otra cosa ocurre hoy con los males del mundo, que no son sino la expresión externa de la enfermedad del alma contemporánea,
A la vista de lo que acontece en el planeta resulta difícil poner en duda la tesis de Horkheimer y Adorno sobre el fondo autodestructivo de la dialéctica de la Ilustración. La historia humana no es una teodicea, como creía el bueno de Leibniz, ni mucho menos el avance paulatino del "Weltgeist" o "espíritu universal" de Hegel, pero eso no quiere decir que carezca de lógica interna. Y una de las leyes de esta lógica consiste en castigar severamente al género humano cada vez que éste se desvía del bien y elige el camino del mal. Nuestra civilización rueda hacia el abismo. Detrás de la imagen refulgente de la Sociedad del Bienestar asoma la mueca brutal de la barbarie. Los neones y demás artilugios eléctricos siguen arrojando su luz artificial sobre las ciudades, pero el mundo ha entrado desde hace tiempo en una fase de profunda oscuridad.
Quizá no nos demos cuenta de ello, pero a lo que estamos asistiendo es a la disolución de la gran herencia cultural de la Humanidad, de la que forma parte, en lugar preeminente, la cultura del diario vivir y convivir, que es, a la postre, la que sustenta y da sentido a nuestra experiencia tanto personal como colectiva. Esa vieja e irrenunciable cultura humana se va a pique y está dando paso a lo que Nietzshe llamaba despectivamente "cultura industrial", a la que consideraba como la más baja y vulgar (gemein) de todas las posibles formas de cultura. Pero lo alarmante no es siquiera la degradación de la cultura a puro consumo material, y el deterioro estético que ello implica; mucho más grave es la indiferencia ética del individuo y el efecto corrosivo que ello produce en el cuerpo social. Eso explica, por lo demás, que el orden se haya convertido en desorden, la coherencia en incoherencia y el ansia de paz y plenitud en desasosiego y sensación de agobio. [...].
Nosotros los occidentales, tan narcisamente ufanos de nuestra identidad y nuestra historia, hemos vivido y seguimos viviendo en realidad por debajo de nuestras capacidades creadoras y poieticas, empezando por ese engendro tecnoburocrático llamado Unión Europea al que he dedicado ya dos libros altamente críticos y del que quizá me preocupe de nuevo en otra parte de mi proceso de reflexión. No cabe duda de que los habitantes de las demás regiones del globo no han estado tampoco a la altura de las circunstancias, pero somos nosotros los responsables principales de lo que acontece en el planeta, ya por el solo hecho de que ha sido Europa la que ha determinado en lo esencial el curso cosmohistórico de los últimos siglos, aunque desde la II Guerra Mundial sea la pax americana la que dicta las reglas del juego.
Vivimos superficial y frívolamente, y en vez de buscar una solución a los ingentes problemas del mundo -creados en gran parte por nuestro pasado colonialista e imperialista-, nos dejamos absorver por lo que Kierkegaard llamaba "el vals del momento", entregándonos a una vida anodina y carente de sentido, narcotizándonos con toda clase de subvalores "ersatz" y con el "sex and crime" ofrecido por las pantallas de televisión y la industria del vídeo, tema éste que por su especial significado abordaré con cierto detenimiento en otro contexto. De toda esaa vorágine de vulgaridad y embrutecimiento ha surgido una nueva "belle époque", dominada esta vez por el pedestre "american way of life" pero tan cínica e irresponsable como la de antaño. Es en el transcurso de los últimos decenios que se ha consumado de verdad la "decadencia de Occidente" dibujada por Oswald Spengler en el horizonte hace ahora noventa años.
Heleno Saña
Extracto del Capítulo I de "Antropomanía, en defensa de lo humano"