Juan Negrín (PSOE), Manuel Azaña (IR), general Miaja y El Campesino (PCE)
Detrás, el ministro Prieto (PSOE)
Detrás, el ministro Prieto (PSOE)
Extracte del llibre "En busca de Andreu Nin", de José María Zavala
EL GRAN EXPOLIO
La mañana del 14 de octubre de 1936, el doctor Juan Negrín atravesó el umbral de la legación soviética en Madrid para visitar al embajador Rosenberg, a quien acompañaba Alexander Orlov en su despacho.
Dos días atrás, los funcionarios soviéticos habían recibido las instrucciones cifradas de Stalin autorizando la recepción y el traslado de las reservas de oro del Banco de España a la URSS.
El ministro de Hacienda español en el gobierno de Largo Caballero era un político poco experimentado, que antes de la guerra había sido profesor de fisiología. Tampoco era un buen orador, aunque tuviese don de gentes, fuese culto y políglota. Era enemigo de la improvisación, por lo que se limitaba a leer o recitar discursos en el Parlamento que otros le escribían antes. [...].
El propio Prieto dijo de él: "mientras desempeñó la Jefatura del Gobierno [a partir del 17 de mayo de 1937], se sometió a los comunistas, sometimiento harto probado, aunque se obstinara en negarlo".
De complexión robusta y boquita fruncida de mujer, Negrín era el prototipo de bon vivant. Le perdían las mujeres y bebía casi con la misma fluidez que el agua su whiskey favorito, etiqueta negra.
"Comía y bebía -recordaba su compinche Prieto- lo que pueden comer y beber cuatro hombres juntos, pero, a fin de eludir testigos de tamaños excesos, cenaba dos o tres veces pero en distintos lugares".
"Educado en Alemania -señalaba Prieto-, adquirió allí ciertas costumbres remedadas de la Roma neroniana, como evacuar el estómago repleto, enjuagarse la boca y continuar vaciando platos y botellas".
De su tremenda avidez dejaba constancia también Manuel Azaña: "Había allí gente de muy buen saque, pero a todos dejó atrás, y con mucho, el presidente del Gobierno. ¡Qué robusto apetito! Para empezar se tomó dos platos de sopa, muy colmados. Nunca había visto yo cosa igual. Junto a Negrín, don Lope de Sosa era un inapetente".
Los anarquistas le despreciaban, entre ellos Diego Abad de Santillán, quien decía de él: "¿Sabe alguien cómo piensa Negrín, qué ideas tiene, qué objetivos persigue? Lo único público de la vida de este hombre es su vida privada, y ésta, sin duda alguna, dista de ser ejemplar.[...]. Una mesa suntuosa y súper abundante, vinos y licores sin tasa, y un harén tan abundante com su mesa. [...]. Necesita la ayuda de los inyectables para su vida misma de despilfarro y desenfrenos". [...].
65 kilos de oro por caja
De la embajada soviética, Orlov y Negrín se encaminaron directamente al Ministerio de Hacienda, donde el general ruso conoció al enjuto Martínez Aspe. Éste proporcionó una estimación del oro que había y de cómo estaba almacenado. La cantidad rondaba las diez mil cajas, cada una de las cuales cotenía unos sesenta y cinco kilos en lingotes. Sólo unos pocos oficiales del Banco de España sabían que el oro había sido trasladado a Cartagena [En ese momento, decenas de miles de anarquistas de la CNT-FAI arriesgaban su vida en el frente]. El mutismo era casi absoluto. Incluso los guardias de seguridad que vigilaban las cajas creían que éstas contenían tan sólo municiones.[...].
En Moscú un radiante Stalin aguardaba impaciente a la victoriosa comitiva. Aquella tarde, el hombre de acero invitó a todos los directivos de su policía a un banquete por todo lo alto. Su humor fue excelente durante toda la noche. Y no era para menos: tenía en su poder las tres cuartas partes de las reservas de oro españolas sin un recibo que le comprometiese.
Su verdadera intención era no devolver ni un solo lingote al gobierno republicano, tal y como Abram Sloutski jefe del Departamento de Exteriores del NKVD, reveló a Orlov en París, en 1937.
También Mijaíl Koltsov, corresponsal del Pravda, repitió a Orlov a su regreso a Moscú, las palabras sacadas de un viejo proverbio ruso que Yezhov había oído de labios del propio Stalin en referencia al asunto: "Nunca volverán a ver su oro, como tampoco ven sus orejas".
El 5 de febrero de 1937 las autoridades soviéticas extendieron un recibo por 7.800 cajas firmado por el embajador español Marcelino Pascua, el comisario del pueblo para las Finanzas G.F. Grinko, y el comisario del pueblo suplente para Asuntos Exteriores, N.N. Krestinski.
Sin contar el valor numismático de las monedas y piezas que configuraban la mayor parte del oro, dado que sólo trece cajas contenían lingotes, únicamente el valor del oro puro en el mercado equivalía a unos 518 millones de dólares de la época.
En las 7.787 cajas que no contenían ligotes había millones de piezas de oro: dólares americanos, pesos argentinos, chilenos y mexicanos, francos belgas franceses y suizos, florines holandeses, soberanos ingleses, marcos alemanes y austiacos, liras italianas, escudos portugueses, rublos rusos y pesetas españolas. Una inmensa fortuna que habría alfombrado casi toda la superficie de la plaza Roja.
La operación había sido un clamoroso éxito para los soviéticos y un estrepitoso fracaso para los españoles. Orlov mereció así que Stalin le otorgase la más alta condecoración soviética: la Orden de Lenin.
Con el traslado del oro a Moscú, la República quedaba hipotecada financiera y militarmente con a Unión Soviética. Negrín y otros dirigentes republicanos perdían una valiosa arma de negociación y quedaban supeditados en muchas decisiones a los designios de Stalin, cuando no a mirar para otro lado ante las intromisiones y los desmanes de su policía secreta en España.
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